¡Conozca la 'Historia del Flamenco'!

Prensa

El padre de La Argentina

 

Libros Corrientes publica una recopilación de las biografías de las mujeres flamencas incluidas en ‘Cantaores andaluces’ de Núñez de Prado y ‘Arte y artistas flamencos’ de Fernando el de Triana.

Quizá la primera mujer a la que podemos llamar, sin dudarlo, flamenca, fuera esa Dolores la Gitanilla que aparece, tanto en la «Asamblea general» (1845) de las Escenas andaluzas de Estébanez Calderón, como en la reseña del Espectador de junio de 1847 a la que consideramos hoy como la primera mención de la palabra flamenco referida a cante, baile y toue. Una mujer que no aparece en Pioneras flamencas porque no se incluye en las nóminas de artistas flamencas de Núñez de Prado y Fernando el de Triana, de las que este libro es una recopilación. Como tampoco aparecen Marie Guy Stéphan, Josefa Vargas, Petra Cámara, Adela Guerrero, Araceli Atané, Josefa Mercé, María de las Nieves, La Perla, la Chata de la Jampona y otras muchas bailarinas que ejecutaban fandangos, jaleos, peteneras y seguidillas en los escenarios de España y del mundo en la segunda mitad del siglo XIX. Muchos se escandalizarán de que considere flamenca, por ejemplo, a la madre de La Argentina porque ella misma jamás usó esta denominación. También se escandalizaron cuando llamé flamenca a Carmencita Dauset y ahora todos, incluso los que nos vituperan, la consideran jonda, por cierto sin citarnos. Tampoco Núñez de Prado usa la denominación de flamenca para ninguna de sus biografiadas. Carmencita tampoco aparece en esta recopilación porque se escapa al espíritu romántico que nutre estas dos obras que García Simón en el epílogo caracteriza como «fuentes únicas, necesarias, tendenciosas, paternalistas, significativas, informativas y miserables». En realidad, en el texto de Núñez de Prado los Cantaores andaluces del título de su obra (que, como diría Alex Grijelmo y dicta la lógica del castellano, incluye también a las cantaoras), son un mero pretexto para pergeñar historias truculentas, sentimentales y siniestras, tan del gusto de la época y del autor. Tanto es así que los datos que ofrece tampoco se pueden asumir sin cuestionar.

Es decir, que no fueron las 75 biografiadas incluidas en esta recopilación las únicas flamencas que conformaron lo jondo en sus primeros tiempos, sino que fueron cientos, quizá miles. Lo cual, como señala Carlos García Simón en su epílogo, hace del flamenco una actividad artística singular y distinta, acaso, de otros artes occidentales, como las plásticas. No así, por cierto, las artes vocales y escénicas que, pese a su condición de «artes burguesas», en expresión de García Simón, presentan una nutrida presencia de mujeres en sus nóminas. Yo no creo, como argumenta García Simón, que el flamenco sea excepcional por ser un arte del proletariado, una clase social en la que la mujer tenía asignado un papel distinto que en la burguesía. De hecho el público de los cafés cantantes, en donde trabajaban las 75 artistas glosadas en esta obra, era eminentemente burgués. Y los propios flamencos ¿eran burgueses o proletarios? Eran trabajadores autónomos: artistas como Silverio, Chacón, La Macarrona, La Niña de los Peines, etc., ganaron mucho dinero en su tiempo. Y la extracción social: Manuel Molina, el célebre cantaor jerezano del siglo XIX, tenía varias tablas de carne en Jerez; la familia Alonso, Luis, El Planeta y Lázaro Quintana, eran unos gitanos adinerados y con criadas, y casas en Cádiz, Málaga, etc., el padre de Chacón era zapatero, es decir, artesano, el de la Niña de los Peines un trabajador cualificado que llevaba a cabo su actividad laboral tanto en la fragua como en la construcción de puentes, etc. No, el flamenco es demasiado grande para caber en una teoría de clase. El flamenco no es un arte de clase sino de individuos. Mal que a veces nos pese. E individuas, que diría una ministra de igualdad. Por cierto que, aunque parece que no hace falta decirlo, pero por si acaso a alguien se le escapa: en las publicaciones originales de las que se han extraído estas biografías figuraban, en igualdad de condiciones, también las de los cantaores, bailaores y guitarristas que acompañaban a estas 75 flamencas en los escenarios de los cafés cantantes de Sevilla, Madrid, Málaga, etc. El único nombre masculino que incluye esta recopilación es el de de José León, alias La Escribana. He dicho en igualdad de condiciones pese a que en el libro de Fernando el de Triana hay más biografías de mujeres que de hombres. No así en el de Núñez de Prado.

La palabra flamenco, referida a nuestro arte, aunque usada desde 1847 en Madrid, debe convivir durante decenios con las denominaciones anteriores de cantos y bailes andaluces, del país, etc. La propia Antonia Mercé ‘La Argentina‘ aparece caracterizada en este libro como «bailarina y bailaora», aunque la interesada subrayó en alguna entrevista que ella era «bailaora, no bailarina», y todavía hoy una parte de la intelectualidad de la danza española le niega la condición de flamenca pese a ser la inventora del Ballet Flamenco, además de interpretar tangos, alegrías y soleares, entre otros estilos jondos, con la guitarra de Salvador Ballesteros, que fue sin duda su más largo colaborador. Por cierto que Antonia Mercé también tuvo un padre, Manuel Fernández Celveti, que no era gitano y andaluz sino payo y de Valladolid y que bailó en los teatros españoles del siglo XIX el vito, la petenera, el fandango, el zapateado, los panaderos, el jaleo, la zambra, el olé y las seguidillas gitanas, entre otros estilos jondos.
‘Pioneras flamencas’, Guillermo Núñez de Prado y Fernando el de Triana Edición de Saioa Sáez Domínguez, Libros Corrientes, 279 pp.
Imagen: La Argentina en una foto dedicada a Salvador Ballesteros, 1913. / Colección particular/Imagen incluida en ‘Epistolario de La Argentina’ CDAEM, 2020.

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