
Ha muerto Antonio Fernández Díaz Fosforito. Era el último clásico, el gran patriarca flamenco de nuestro tiempo, superviviente de la llamada Etapa de Rehabilitación y tótem de lo jondo durante más de 70 años. Me quedó una pregunta por hacerle. Hace ahora dos años teníamos programado un encuentro en la Universidad de Cádiz en el que pensaba compartir una duda que tengo desde hace años. La pregunta ya queda sin respuesta para siempre. Una indisposición truncó aquel encuentro y ahora ha muerto Antonio Fernández Díaz (Puente Genil, Córdoba, 1932), Fostorito para el cante. Es el segundo Fosforito de la historia aunque eclipsó desde el primer momento al primero, del que nos queda una imagen y una malagueña bellísima. Antonio el de Puente Genil, que ese fue su primer nombre artístico, paso a llamarse Fosforito.
Dos principios están en la raíz estética de Fosforito: austeridad formal y enciclopedismo. Austeridad en lo que se refiere al melisma, en contraposición al barroquismo de etapas anteriores. Un elemento estético que puede relacionarse con otro técnico que en pocas ocasiones se ha mencionado: la limitación de su voz. Fosforito consiguió obtener lo máximo en expresión a partir de lo mínimo, y ello debe figurar entre sus mayores méritos y tiene que ver con su afición desmedida: no tenía una voz larga pero era un maestro en el posicionamiento de la misma lo que le posibilitó cantar todos los estilos y alcanzar todos los tonos que estos requieren. Jamás mostró inclinaciones evolucionistas como tales: su ejemplo es moral, no político. Optó siempre por la fórmula más sencilla y conmovedora. Lo cantó todo y todo bien. El secreto consiste en no asumir de manera fanática y restrictiva la jerarquía tradicionalista: así de enorme era su afición, que pudo con los presupuestos estéticos de sus mentores, los flamencólogos de los años 50 y 60. Cantaba con la misma intensidad y entrega todos los palos. Y ello tiene que ver con la característica cantaora más sobresaliente de Fosforito: su intensidad vital, su profundidad afectiva inigualable. Verdad y belleza del cante porque convierte la afición en materia existencial. No ha creado escuela, a pesar de la influencia que ha ejercido. Y es que se pueden copiar los matices vocales, se puede imitar el timbre. Pero no los sentimientos. En su voz todo es, de alguna forma, perecedero. Estamos ante una belleza fugaz, brillante, y por eso trasciende. Una seguiriya no es tanto una fórmula melódica como un estado emocional y, como afirma González Climent, “todavía no se ha inventado el arte de prestar seguiriyas”.
Se inició como cantaor en las ferias de su tierra. En 1956 arrasó en el Concurso de Córdoba, ganando todos los primeros premios. Desde esa victoria se convirtió en primera figura del flamenco, compartiendo cartel, en igualdad de condiciones, con maestros de la talla de Pepe Pinto o Juanito Valderrama, asumiendo dicha responsabilidad a una edad muy temprana. Después trabajó en los tablaos, las peñas, en los festivales, en los teatros, incluso le cantó al baile. Por cierto, hablando de peñas, muchas peñas flamencas de la geografía mundial llevan su nombre, aparte de la que hay en su pueblo.
En los años 60 trabajó en Estados Unidos en la compañía de María Vargas, la bailaora más famosa de la época. Su periplo norteamericano siguió con una gira por todo el país con Juan Habichuela. En 1957 grabó un disco titulado Taranto de Almería. Esa era la segunda vez que se usaba en disco dicha denominación, tras el que publicaron Los Gaditanos en 1953, el mismo año que aparece en la obra Flamencología una referencia al cante “taranto subterráneo”. Pero fue a raíz del disco de Fosforito que los aficionados empezaron a llamar a este estilo como taranto cuando antes, en los discos de Chacón por ejemplo, se lo denominaba minera. Fue también un renovador del cante por alegrías, al que imprimió un estilo sincopado que luego han seguido muchos otros cantaores. Creó también un cante llamado ferreña, una variedad de taranta, por encargo del Concurso de Lo Ferro.
En los años 60 y 70 fue la máxima figura de los festivales andaluces, su nombre encabeza todos los carteles, por delante de Camarón, Morente, El Lebrijano, Pansequito, Menese o El Turronero. Tan solo cedió, en alguna ocasión, el primer puesto a Antonio Mariena. Su éxito inmediato le dio independencia respecto a los intelectuales que en aquel momento manejaban, en buena medida, el cotarro flamenco.
A raíz de su triunfo en Córdoba, en 1956, graba sus primeros discos con Vargas Araceli, el guitarrista oficial del concurso, unos discos que tuvieron un éxito enorme, que aún perdura. Las grabaciones se hicieron en el Teatro de la Comedia de Madrid y coinciden con el inicio del microsurco en España. Al año siguiente vuelve al estudio de grabación e impresiona, junto a Juan Serrano, el taranto del que hemos hablado y, junto a Alberto Vélez, el zángano, el fandango de su pueblo, otro de sus estilos bandera. Su Selección antológica del cante flamenco (1971) junto a Paco de Lucía, que contenía 48 cantes, descubrió algunos estilos poco habituales a muchos aficionados. En esta obra interpreta prácticamente todos los cantes que se conocen. Por cierto que era autor de casi todas las letras que interpretó. Escribió también para otros cantaores, como Camarón.
El propio cantaor señaló, en una entrevista en los años 70, que era “un camionero que canta”, de tantos y tantos quilómetros que recorría para cumplir con todos los compromisos que tenía en los festivales. Su discografía es extensísima, compuesta al menos de 26 discos de larga duración, y con las mejores guitarras del momento: a los mencionados hay que añadir los nombres de Enrique de Melchor, Manuel Cano, Manolo Carmona, Juan Maya Marote, Ramón de Algeciras y algún otro. Y esta es la pregunta que queda en el tintero: ¿por qué le puso la denominación de taranto a lo que hasta entonces se llamaba minera?
Imagen: Fosforito con Manuel Silveria, en la Bienal de Sevilla de 2006 / Carlos Lazarich/Grupo Joly.