El maestro Ciro en la época en la que tenía un tablao en Estados Unidos.
El maestro Ciro, Fallecido hace ahora dos años, pasó la última etapa de su vida redactando estas prodigiosas memorias
Es conocido como Maestro Ciro porque en su labor docente en Amor de Dios marcó a cientos de alumnos, algunos tan reputados como Javier Barón, Lola Greco, Blanca del Rey, Aída Gómez, Javier Latorre, Sara Baras o Juan Paredes. Su implicación con estos discípulos fue mucho más allá de lo puramente docente, coreografiando en muchos casos para ellos y apoyándolos siempre, desde la experiencia, en su trayectoria profesional. Porque antes de dar clases en Amor de Dios, Ciro fue bailaor en las compañías más importantes de su tiempo, singularmente la de Antonio Ruiz Soler, que era la agrupación de flamenco más importante de los años 50 y 60. También hizo su periplo por los tablaos madrileños, a los que llegó a los 20 años desde Valladolid, donde estaba estudiando derecho, abandonando la carrera de leyes en el cuarto curso por su afición al baile. Estudió con Alberto Lorca y La Quica, entre otros y en los 60 inauguró varios tablaos en Estados Unidos, algunos de los cuales eran de su propiedad. Contratado por el mítico Solomon Hurok, permaneció una larga temporada en Norteamérica para volver a los 52 años a España para dedicarse a la enseñanza y a la creación de coreografías. Fue parte del primer Ballet Nacional de España, a las órdenes de Antonio Gades, formación para la que coreografió Cadiz baila, Garrotín (1983) y Bailaora (1995). Trabajó para el teatro y el cine, firmando como coreógrafo la puesta en escena de Ay, Carmela (1989) a cargo de José Luis Gómez y la película El día que nací yo (1991) de Pedro Olea. Otras coreografías que firmó fueron Carmen (1971), La traviata y Don Quixote (1973) para la American National Opera Company, El amor brujo (1976) para el Ballet Festivales de España, Te lo digo bailando (1980) y El muro para María Benítez, Torero (1986), sobre el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías para el Festival Internacional de Danza de Jerusalén, Bolero (1986) para Joaquín Ruiz y Farruca (1988) para Javier Barón, entre otras.
Ciro Diezhandino Nieto nació en 1932 en Castrillo de Onielo (Palencia) y falleció el 4 de febrero de 2020 en Palencia. El maestro Ciro pasó los últimos años de su vida redactando estas memorias que se editan póstumamente. En ellas habla con mucha sinceridad de su paso por el baile flamenco y cuenta sin tapujos su pertenencia a grandes compañías, su paso por los Estados Unidos, su trabajo como docente, etc. Por ejemplo, su etapa con Antonio Ruiz Soler. Aunque fue breve, es muy generoso Ciro con la faceta artística de Antonio aunque no deja de expresar su opinión en torno su carácter personal. No siempre se puede ser sublime y Antonio lo era en su arte, ¿verdad? Y, por supuesto, la experiencia de cada uno es de cada uno, personal e intransferible. Está claro que para manejar una compañía internacional como la de Antonio Ruiz Soler habría que mantener las riendas con firmeza. De Alberto Lorca, que le dio su primera gran oportunidad artística, dice maravillas, se deshace en elogios. En Estados Unidos conoce a Teresa y fue a través de ella, de forma indirecta, como abrió un tablao flamenco en New Orleans. También conoció en los Estados Unidos a Chuny Amaya y al legendario Solomon Hurok, con el que hizo largas giras a lo ancho de la geografía nortemaericana.
Luego regresó a España y a los tablaos, pasó breve por el Ballet Nacional de Gades, como maestro de baile, e hizo una breve aparición en las Carmen de Saura, donde aparece dando clases en el centro Amor de Dios de Madrid.
De Japón conserva Ciro un recuerdo delicioso y la amistad con Milagros Mengíbar, de la que también da su opinión. Nos cuenta también cómo surgió la idea de la soleá del mantón de Blanca del Rey, de la que fue autor, así como de la celebrada Guajira de la bailaora. No tiene reparos Ciro en expresar la falta de agradecimiento que la bailaora mostró a raíz de sus éxitos, como poco después ocurrió con Javier Barón, al que preparó para el Giraldillo de la Bienal, que obtuvo en 1988, Carmen Cortés y un largo etcétera. También habla de «un crítico de danza extrajero (…) no me acuerdo del nombre» afirmando a continuación que «nuestros complejos ibéricos colocan en puestos notables a auténticos vividores que sin ninguna relevancia a tener en cuenta dictan lo que sí y lo que no en cuestiones que solo nos conciernen a nosotros, muy especialmente a los que conocemos el flamenco en profundidad».
Eso sí, se deshace en elogios para Rafael Martos, Merche Esmeralda, La Tati, Diego Llori, Aída Gómez, Sara Baras, Isabel Bayón o Juan Paredes, entre otros. Su opinión al respecto del éxito que tiene el flamenco fuera de nuestras fronteras, y de la falta de consideración que tiene en su lugar de origen es que «somos un pueblo acomplejado, [para el] que solo lo de fuera es válido». Explica Ciro con naturalidad el hecho de que un flamenco, como él, naciera en Castilla: en 1932, año de su nacimiento, no debíamos tener tantos complejos porque el flamenco era la música nacional, la que se escuchaba en todos los teatros, y también en las plazas de toros, las estaciones de radio e, incluso, en las primeras películas sonoras, protagonizadas por Angelillo, Niño de Utrera o Guerrita, entre otros. Coincide con la opinión de su paisano Vicente Escudero, con el que tuvo una breve entrevista al comienzo de su actividad profesional, que también nos relata en esta obra, en que los castellanos aportan al flamenco una austeridad y una esencialidad muy necesaria. Por cierto que Manuel Fernández, el padre de Antonia Mercé La Argentina, también era de Valladolid, como Rodolfo Otero, de la compañía de Antonio Ruiz Soler, o Pacita Tomás. Y de Burgos el maestro Juan Martínez «que estaba allí» del que hablábamos hace pocas semanas. Todos ellos flamencos castellanos.
Y de sus alumnos, pues nada menos que Juan Mata, Javier Barón, Aída Gómez, Sara Baras, Juan Paredes, Isabel Bayón … y la mismísima Estrella Morente. Puesto el pie en el estribo, escribe Ciro, como muy buen estilo literario por cierto, sin tapujos, mostrándose sincero y diciendo cosas que muchas veces se escuchan en el mundo de lo jondo pero que en pocas ocasiones nos atrevemos a poner negro sobre blanco como hace aquí el maestro. En el libro circulan también personajes curiosos que salen del anonimato gracias a la labor literaria de Ciro, como el gran Paul Austin y sus nueve esposas simultáneas. Ciro fue protagonista de una etapa dorada de lo jondo que libros como este contribuyen a fijar para la posteridad. En una época desmemoriada como la nuestra, donde lo de ayer ya no existe, libros como estas memorias son muy necesarios.
‘Ciro bailaor. Autobiografía’ Ciro Diezhandino. Sevilla, Punto Rojo, 317 pp.