El filólogo José Javier León coordina una selección de textos en torno al Concurso de Cante Jondo de Granada, del que celebraremos en junio los 100 años
Manuel de Falla en el comedor de su casa. Archivo Manuel de Falla.
Si seguimos hablando del Concurso de Cante Jondo de Granada 100 años después es sin duda por la popularidad de la que aún hoy goza Manuel de Falla. Muchos persiguen hoy a los influencers para que hablen de lo suyo, a sabiendas de que una mención de parte de una de estas celebridades les va a aportar muchos «me gusta». Falla era en 1922 una de las personalidades más relevantes de la música académica europea, sin duda la más relevante de las nacionales.
Curiosamente, esta popularidad le vino de la mano de partituras jondas como El amor brujo (1915 y 1925) y, especialmente, El sombrero de tres picos (1919) con su farruca, su jota y sus seguidillas. A raíz del éxito de esta última obra en Londres primero y en París más tarde, y luego en el resto del universo mundo, Falla dejó de escribir para la escena, para la compañía Martínez Sierra, para poder dedicarse a componer «música pura». De la desazón que le produjeron los resultados del Concurso que promovió en Granada da fe el hecho de que, desde ese momento, no compondría más música de inspiración flamenca. Se alejaría de la lujuria de mediodía para abrazar, definitivamente, la austeridad castellana del Retablo de maese Pedro (1923) o del Concerto (1926).
Falla era un romántico. Un romántico sin enamorada. Y ¿qué es un romántico sin amada?: un romántico asexuado. Un purista. Y ya saben lo que el purismo significa en lo jondo. Y también, como muchos asexuados, un puritano. Vivía, según su propio testimonio, con más austeridad que muchos monjes. Una austeridad que se convertía en su obra en lujuria orquestal. Esta austeridad es la que marca su idea del Concurso. El flamenco en 1922 se desarrollaba mayormente en los Cafés Cantantes donde compartía nocturnidad con el género de las variedades: magos, tragafuegos, orquestas de jazz, músicas aflamencadas y señoritas ligeras de ropa. Y todo lo que estaba asociado a ello y lo que la prensa antiflamenquista del momento asociaba al flamenco y al flamenquismo: alcohol, prostitución, degradación social. Falla asumió estos conceptos de Eugenio Noel y compañía y pensó «Pero, el flamenco es una gran música, ¿qué tal si le quitamos el alcohol y las señoritas ligeras de ropa?». Los flamencos profesionales, que se ganaban la vida en los cafés cantantes, no eran los responsables de que el público del café tomara de todo menos café. Pero ellos fueron los que pagaron el pato: las bases del Concurso limitaban la presencia a los no profesionales, a la busca de la esencia natural, incontaminada, de este arte. Esa fue la razón del fracaso: el primer premio quedó desierto y los dos principales que sí se dieron correspondieron a un anciano que había sido profesional y se había retirado por problemas de salud, el Tenazas (en la inscripción asegura que tiene 68 años, tenía 72), y a un niño que sería en el futuro uno de los grandes profesionales de este arte, Manolo Caracol (12 años, a punto de cumplir 13, aunque en el diploma figuran 11). Este fue el error, vetar la presencia de los profesionales, cuando lo jondo es un asunto de especialistas, claro está. Pero un error que, como subraya José Javier León en esta obra, sería fructífero. De hecho, aún hoy seguimos hablando del Concurso. Una de las consecuencias de este fallido Concurso fue que, en una medida mayor que en la etapa anterior, el flamenco pudo programarse sin recurrir a los tragafuegos, los magos y las señoritas sicalípticas. Quizá el origen de la Ópera Flamenca de Vedrines sea este Concurso. Vedrines pensó: «si ustedes quieren flamenco elegante, flamenco culto, qué más elegante que la ópera: viva la Ópera flamenca» en la que el cartel al completo estaba compuesto por artistas jondos, más algunos «bailarines excéntricos» y «charlistas cómicos» como reminiscencia de la etapa anterior. Quizá sin el Concurso no hubiese triunfado también la segunda «comedia flamenca» (la primera data de mediados del siglo XIX, como estudió en su día Eugenio Cobo y nosotros en Nueva historia del flamenco) en la que el flamenco, aunque rodeado de versos, se presentaba con un ropaje escénico digno. Y gracias al Concurso de Granada nació, en el enésimo reverdecer del purismo, el de Córdoba (1956), La Unión (1961), y muchos otros que se quedaron en el camino. Y el Potaje (1957), el Gazpacho (1963), la Reunión de Cante Jondo (1967) y todos los festivales andaluces de verano. Y gracias al Concurso tenemos la primera grabación por martinetes, la del Tenazas, y unos discos fundamentales de Manuel Torre con El hijo de Salvador, que Gamboa identifica en esta obra, sin asegurarlo al 100%, en la figura del guitarrista José Cuéllar, que obtuvo un segundo premio en el Concurso, quedando el primero, como el de cante, desierto. Es la primera vez que Manuel Torre graba su seguiriya, no la de Manuel Molina, sino la suya propia, basada en la de su ilustre paisano. Esta seguiriya ha sido, y sigue siendo, la más popular del repertorio jondo. Por cierto que Falla, que afortunadamente negoció con la discográfica para que se llevaran a cabo los registros, procuró, sin éxito, que su nombre no apareciera en las galletas de los discos.
Eso sí, quizá sin el Concurso no tendríamos que aguantar hoy tantas monsergas sobre lo puro, lo mixtificado, lo auténtico, lo veraz y lo pseudoflamenco, los cantes mayores, menores y medianos, los cantes grandes, los fundamentales, los básicos y los variaditos. O quizá sí, porque la mayoría de estos conceptos existían con anterioridad en una parte de la afición flamenca, por suerte minoritaria aún hoy. Pero es cierto que el Concurso les dio nuevo impulso. Como subraya Samuel Llano en su obra Notas discordantes lo que perduró del Concurso fue ·el ideal de pureza estética y de independencia de las limitaciones comerciales», ideal que emergería con fuerza en los años 50 y 60 con el mairenismo. Estoy seguro de que si el Concurso no hubiese vetado la presencia de los no profesionales el éxito del mismo hubiese sido aún más resonante. Empresarios avispados y conocedores de la realidad jonda retomaron la idea en los años 20 con Concursos como el de la Copa Pavón o la Llave del Cante. Pero ya no estaban allí Falla, ni Zuloaga, ni Lorca. Con todo, gracias a estos eventos, se siguió hablando de flamenco en algunos mentideros de Madrid, que era de lo que se trataba.