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Un baile de memoria

El Choro es un bailaor completo. A la rotundidad de sus pies, a sus golpes secos, a sus escobillas intrincadas, se une su dominio del espacio escénico, la elocuencia de sus brazos y manos, su dominio de los silencios. Es un virtuoso del ritmo, siempre lo fue. Es un animal percusivo. Pero no se olvida de los aspectos líricos del baile. Se para y nos para. Y, de repente, tomamos conciencia del lugar que ocupamos en el mundo. Se nos había olvidado, con tanto correr. Ahora, vamos a escuchar los mensajes, no a más velocidad, a menos. Por eso, fue cuando aflojó cuando más disfruté de su baile: en la fiesta, en las bulerías en modo mayor, en donde se olvidó de asombrar al público y se dedicó a gustarse, a disfrutar del cante a capela. Eso fue al final de las cantiñas, su tercer cambio de vestuario. Antes se habían sucedido por la escena el esquematismo de los fandangos, también a capela, para cerrar y abrir la noche de la misma manera, el intimismo dramático del taranto, la tragedia de la seguiriya … El grupo, excepcional, tuvo ocasión para su lucimiento, tanto en solitario como en complicidad. Así los martinetes y los tangos, para el cante. Y el toque solista de Juan Campallo, sentimiental, delicioso, con un insólito despliegue de recursos, al que se unió luego la flauta de Francisco Roca, en el penúltimo número de la noche, un instrumental.

Imagen: Fundación Cajasol/Remedios Malvárez.

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